Texto de Meneses Monroy
A veces, sólo a veces
miramos nuestra piel
y está desvencijada,
lo mismo que la puerta
que conduce al cementerio.
*
Pensamos que en todo instante
se consume nuestro halo de existencia,
que la muerte se halla en cada mancha de la piel,
en cada partícula que cesa, en cada sonrisa,
burbuja tornasol que un niño arroja y pronto expira.
*
Miramos a la esfera de luciérnagas
que alumbrando
muere abrasada por su fuego.
*
Pensamos que como hombres en la tierra
hay estrellas apagadas en el cosmos.
Pensamos en la muerte de todo lo vivo,
en Dios que siendo vida debe también ser muerte,
pensamos en nosotros los sabidos mortales.
*
Sí, todo fenece a cada momento.
Las propias jacarandas también mueren,
incluso al florecer, el germen de la muerte está creciendo.
Las palabras perecen lo mismo que las lenguas
y nos referimos a ellas como “lenguas muertas”.
*
Los amigos mueren, la amada morirá un día o ya ha muerto.
Todo muere, incluso el odio,
con sus dientes de fuego, acaba devorándose a sí mismo.
El amor, ese ingenuo, más pronto que tarde
termina en una caja.
*
Luego, pisamos el pasto que sucumbe a nuestro paso,
y reflexionamos que también sin pisarlo muere.
Entonces, tras varias reflexiones acerca del morir,
creemos comprender mejor el universo;
una luz resplandece al tiempo que nos hiere.
Y justo en ese instante el milagro ocurre:
olvidamos el hallazgo para seguir viviendo,
sin pensar, sin recordar lo obvio:
la vida no es otra cosa que muerte.
Así, el camino que trazamos al vivir,
es el de la muerte oculta en nuestro ser.
*
Nota: texto publicado originalmente en el número 11. Mayo – junio, 2014, de la revista El Comité 1973.